viernes, 2 de abril de 2010

El monstruo en la montaña

Había una vez un pequeño monstruo peludo y maloliente. Jugaba a ser grande. El monstruo tenía un amigo. Los monstruos no saben jugar. Los monstruos no saben de sentimientos. ¿Cómo podía estar configurada esa amistad? El monstruo la disfrutaba. El monstruo quería monstrear. Un día el monstruo estaba triste. Un día estaba furiosísimo. Se retorcía. Era un monstruo. Gritó con fuerza. Botó una escupa venenosa que tenía en el estómago. Le dolía. Seguía saliendo el veneno. El monstruo parecía un dragón. El pequeño monstruo incendió todo lo que estaba alrededor. Abrió los ojos y vió que su amigo estaba ahí. Incinerándose también. Huyendo de él. El monstruo se quedo sólo. Lloró. El monstruo perdió al amigo. No sabe aún. Piensa en él y le ruge. No hay respuesta. Lo vé y se le acerca a olerlo. A jugar. El otro lo mira sin mirarlo. Y saca un chuzo afilado y se lo clava en las costillitas. O en el estómago. El mostruo llora. Se va. Y Piensa otra vez en él y le ruge. Lo vé y se le acerca a olerlo. A jugar. El otro lo mira sin mirarlo. Y saca un chuzo afilado y se lo clava en las costillitas. O en el estómago. El mostruo llora. Se va. No sabe. Es un monstruo. Le duele la panza. Le duele el costado. El mostruo ya parece un rallador. Porque él vuelve y vuelve y va. Es un monstruo y los monstruos no saben jugar.